Respirar sin red

Por Rebeca Maseda
Todo en la vida es cuestión de equilibrio. Hay personas que ven el vaso medio lleno o medio vacío, gente que se enfoca más en lo positivo o en lo negativo, y viceversa. En estos últimos tiempos hemos vivido una pandemia, la barbarie en Gaza, una DANA, un apagón... en fin, una serie de situaciones que, comprensiblemente, nos llevan al desánimo, al enfado y a pensar que nada merece la pena.
Es normal y humano caer en esa espiral de inquietud, pero también es una cuestión de actitud vital. Este mes se casan dos de mis mejores amigos y no puedo estar más feliz. Son personas que me inspiran, que me ayudan a ser mejor en muchos aspectos y a quienes admiro profundamente.
Como no puede ser de otra manera, cada quien es libre de afrontar los problemas como mejor pueda, y por supuesto, no siempre los gestionamos igual, ya que el estado de ánimo no es una constante inmutable. Pero dicho esto, creo que la capacidad de relativizar y adaptarse a las circunstancias es una de las mayores virtudes que una persona puede tener.
La inteligencia emocional no es una de esas cosas que solo aparecen en los libros de autoayuda o en las charlas motivacionales de YouTube. No, es una herramienta real, cotidiana, que podemos (y deberíamos) cultivar para vivir con un poco más de paz y un poco menos de drama. No se trata de reprimir emociones, ni de sonreír cuando tenemos ganas de llorar; se trata de aprender a reconocer lo que sentimos, entender por qué lo sentimos y actuar en consecuencia sin dejar que el caos interior tome el control.
¿Cuántas veces nos dejamos llevar por la frustración porque algo no salió como esperábamos? ¿O porque alguien nos habló mal, o la vida nos puso una piedra en el camino cuando ya llevábamos el bolsillo lleno de piedras anteriores? Pues bien, ahí es donde entra la capacidad de adaptación, esa habilidad camaleónica que nos permite cambiar de color cuando el entorno cambia. No para dejar de ser nosotros, sino para sobrevivir sin rompernos en el intento.
Adaptarse no es resignarse, ojo. Es entender que no siempre tenemos el control de todo (ni falta que hace), y que a veces la mejor respuesta es girar el timón y buscar otro rumbo. La vida no es una línea recta ni un camino de cemento bien señalizado. Es más bien un robledal lleno de senderos sinuosos, de ramas bajas y piedras resbaladizas. Si solo sabemos caminar por autopistas, mal vamos.
Y aquí entra el maravilloso arte de relativizar, esa pequeña magia que consiste en mirar los problemas con perspectiva: ¿Esto que me está pasando ahora va a importar dentro de un año? ¿Dentro de un mes? ¿O mañana mismo? Muchas veces, lo que hoy parece el fin del mundo mañana es solo una anécdota que contaremos entre risas. Relativizar no es restar importancia a las cosas, sino dársela en su justa medida. Y eso, amigas y amigos, es un superpoder que no aparece en los cómics pero que salva más vidas que cualquier capa.
La suma de estas tres cosas —inteligencia emocional, capacidad de adaptación y sentido de la relativización— nos convierte en personas más libres. Más sabias también, si se quiere, porque la sabiduría no está solo en los libros, sino en la forma en que elegimos reaccionar. La vida seguirá trayendo días grises, cancelaciones de última hora, mensajes sin responder y personas que nos decepcionan. Pero también traerá canciones que nos salvan, cafés con risas, sorpresas que iluminan el día y esa cálida sensación de saber que, a pesar de todo, seguimos aquí.
Como decía Viktor Frankl, psiquiatra y superviviente de los campos de concentración nazis: “Entre el estímulo y la respuesta hay un espacio. En ese espacio está nuestro poder para elegir nuestra respuesta. Y en nuestra respuesta reside nuestro crecimiento y nuestra libertad.”
Pues eso. Que la vida va como va, pero nosotros también podemos ir como queramos. Y si hay que ir, que sea con poco equipaje, con sentido del humor, con algo de mano izquierda y, sobre todo, con el corazón lleno y atento.