Non plus ultra

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Un rincón de reflexiones sobre el infinito universo de la cultura
Rebeca-Maseda--Artigo-agosto-2025
2 Aug 2025

Por Rebeca Maseda

Cuando miro la foto que acompaña este artículo tengo la sensación de que el paisaje no fuera real, como si todo lo que no se ve en primer plano perteneciera a otra imagen, en otro lugar, en otro tiempo. Así me sentí cuando estuve en la isla de El Hierro, donde todo va despacio, los colores son más intensos y la naturaleza habla alto y claro. Desde las piscinas naturales al borde del Atlántico más azul hasta las cumbres de negro azabache, sin término medio. Del sol ardiente de Frontera a la niebla de Valverde en apenas diez minutos en coche tras pasar un túnel. Será que tiene algo de mágico…

Hablar de El Hierro es hablar de tradiciones, pero también de modernidad. Puedes sentir la devoción por su romería más popular, la Bajada de la Virgen de los Reyes, y al mismo tiempo comprobar la autosuficiencia energética al ver los aerogeneradores. También puedes pasear entre formaciones caprichosas de basalto o contemplar una platanera gigante en medio de la nada, como si estuviera pegada al suelo con pegamento. Muros de piedra y frondosos bosques de laurisilva. Todo son contrastes. ¡Hasta las sabinas parecen relajadas, con sus melenas al viento!

Hay algo en El Hierro que hace que el tiempo no funcione igual. Puede que sea el silencio que lo envuelve todo, espeso como un manto de niebla, o esa manera que tiene la isla de obligarte a parar, mirar y respirar profundo. No es solo que sea pequeña —la más pequeña de las Canarias si no contamos La Graciosa—, es que está llena de rincones que parecen salidos de un sueño antiguo, de esos en los que uno cree estar solo y resulta que está acompañado por mil historias que esperan ser contadas.

Una de esas historias habla del Garoé, el árbol sagrado de los bimbaches, los antiguos habitantes de la isla. Cuenta la leyenda que el Garoé lloraba agua dulce, que se condensaba en sus hojas gracias a los vientos alisios, y que fue fuente de vida para el pueblo que lo veneraba. Dice la tradición que los conquistadores no dieron con el árbol hasta que una joven bimbache, enamorada de un soldado, traicionó a los suyos revelando el secreto. El Garoé original fue derribado por una tormenta, pero hay uno nuevo en su lugar, con su estanque y su aura de misterio, como si el tiempo lo respetase.

La isla está llena de esos lugares que no sabes si son reales o los estás soñando. Subir al mirador de La Peña, diseñado por César Manrique, es como asomarse al mundo desde un balcón de los dioses: ves el valle de El Golfo extendido a tus pies, los diminutos viñedos y el mar sin fin. O visitar el Faro de Orchilla, ese punto que durante siglos fue considerado el "fin del mundo conocido", donde se marcaba el meridiano cero antes de que Greenwich se pusiera de moda. No es de extrañar que los mapas antiguos señalasen El Hierro con las palabras "non plus ultra".

Durante mi estancia, me dejé llevar por esa energía callada de la isla. Desde los senderos entre brezos y hayas hasta los charcos donde el mar se cuela y crea piscinas secretas, todo parecía hecho a medida del caminar tranquilo y la charla amiga. Aquí no hay prisa y hasta las piedras parecen tener memoria. En Sabinosa aún se escuchan cantos antiguos si prestas suficiente atención. Allí hay un muro de piedra en el que se puede leer esta frase de la escritora canaria María Rosa Alonso: “El Hierro es la isla del silencio, pero no del olvido.” Y tuve que anotarla en el móvil, porque sí, El Hierro cala hondo, pero no se olvida.

Y al final, queda esa sensación: la de haber pisado un lugar que es mucho más que un destino turístico. Un rincón del mundo donde la naturaleza no se ha disfrazado para nadie y donde el alma parece soltarse un poco. Un sitio al que quieres volver no para repetir, sino para seguir descubriendo.

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