El Castillo de If

Por Rebeca Maseda
Durante la Semana Santa estuve visitando la Costa Azul y tuve la oportunidad de conocer Marsella, una ciudad vibrante y cosmopolita en la que, al instante, se percibe la frenética actividad del Vieux-Port, con gente vendiendo todo tipo de productos. Paseando por sus calles —sin mirar el reloj y sin Google Maps— llegué hasta la Plage des Catalans, desde donde se divisa la Isla de If con su castillo, todo un mito literario.
El Castillo de If comenzó a construirse en 1529 por orden de Francisco I como la primera fortaleza real de Marsella. Se concibió para proteger uno de los principales puertos comerciales de Francia, donde fondeaba la flota de galeras reales, y también para vigilar la ciudad, anexionada al estado francés en 1480. En 1591, la ciudad, claramente partidaria de la Liga Católica, se negó a reconocer al rey Enrique IV de Francia por sus raíces protestantes y dio cobijo a las tropas enemigas del Duque de Saboya. El alcaide de If, fiel al Rey, hizo construir un muro con ayuda de las tropas florentinas para proteger al reino de un posible ataque. El ingeniero militar de Enrique IV, Raymond de Bonnefons, elevó la altura del muro en 1604 y Vauban lo amplió de nuevo en 1701.
En 1513 hizo escala en la isla un regalo ofrecido por el rey de Portugal al papa León X: nada menos que un rinoceronte, un animal nunca visto antes en Europa. Posteriormente, en 1844, Alexandre Dumas publica El Conde de Montecristo, cuyo protagonista, Edmond Dantès, fue encarcelado en el Castillo de If. La novela se convirtió rápidamente en un gran éxito, y en 1880 el monumento se abrió al público.
Su emplazamiento insular y la arquitectura del castillo hacían imposible cualquier intento de fuga, y el gran número de prisioneros, unido a la falta de higiene, dificultaban la supervivencia. Sin embargo, a cambio de un doblón diario, algunos presos lograban acceder a estancias especiales. Un claro ejemplo fue Mirabeau, futuro tribuno de la Revolución, encarcelado en If por orden de una lettre de cachet solicitada por su propio padre para castigar su afición al libertinaje. En fin, “cosas de familia”... Allí redactó su ensayo sobre el despotismo, además de seducir a la cantinera de la prisión. Como veis, siempre hay tiempo para todo. El sistema del doblón se mantuvo hasta el siglo XIX.
Uno de los primeros prisioneros fue el caballero Anselmo, acusado de complot contra la monarquía en 1580. Después de la promulgación del Edicto de Fontainebleau en 1685, comenzaron a encarcelarse protestantes. De hecho, durante dos siglos, unos 3.500 protestantes vivieron hacinados en la fortaleza antes de ser trasladados a las cárceles de Marsella o morir allí.
También se encarcelaba en If a los opositores al régimen. Los revolucionarios de 1848 dejaron grabados en el patio signos que los delataban como canteros, siguiendo las órdenes de la guarnición. En 1852, 304 republicanos contrarios a Napoleón III fueron encerrados en el castillo antes de ser trasladados a un campo de trabajos forzados. Años más tarde fue el turno de los insurgentes de Marsella, y los últimos prisioneros serían soldados alemanes capturados durante la Primera Guerra Mundial.
La brisa del mar emerge del puerto de Marsella, asciende por sus barrios encaramados en las colinas y se expande por plazas y balcones, impregnando la ciudad de un aroma inconfundible: el aire del Mediterráneo. A este primer perfume se suma una segunda fragancia, más sutil pero ineludible, que Marsella ostenta con el orgullo de ser la capital de la Provenza francesa: el olor a lavanda. Más allá del olfato, la ciudad despierta, a cada paso, los demás sentidos. Con su exquisita gastronomía, el bullicio del centro histórico, la suavidad de la arena blanca de Les Calanques o la luz que enamoró a pintores como Cézanne, Turner o Signac y que iluminó a la filósofa Simone Weil en una de las etapas más fructíferas de su escritura.