Brahms entre ánforas

AMariñaXa
Un rincón de reflexiones sobre el infinito universo de la cultura
Rebeca-Artigo-outubro'25
6 Oct 2025

Por Rebeca Maseda

Hay encuentros improbables que, de manera misteriosa, funcionan. La música de cámara de Johannes Brahms y el Museo Nazionale Etrusco de Villa Giulia en Roma pertenecen a mundos aparentemente lejanos: uno, alemán del siglo XIX; el otro, un espacio italiano que guarda las huellas de un pueblo anterior incluso a la Roma clásica. Y, sin embargo, entre ambos existe una afinidad profunda, algo semejante a la manera en que dos voces distintas pueden cantar en armonía sin haberse conocido nunca.

Los dos sextetos para cuerda de Brahms, op. 18 y op. 36, tienen algo que los hace únicos dentro de su obra. En ellos hay una búsqueda de lo íntimo, de lo que se expresa sin ruido, sin la grandilocuencia de la orquesta. Al escribir para dos violines, dos violas y dos violonchelos, Brahms crea un espacio donde las voces dialogan sin competir, donde cada línea parece trazada con la delicadeza de un grabado.

El primer sexteto, en si bemol mayor, op. 18, sorprende por su calidez emocional. Compuesto entre 1859 y 1860, tiene un aire de reminiscencia, de paisaje observado desde la distancia. Los temas se desarrollan con naturalidad, como recuerdos que vuelven a la mente sin forzarlos. El segundo movimiento, un andante con variaciones, es una pequeña joya de arquitectura sonora: contenido, medido y al mismo tiempo intensamente expresivo. En el segundo sexteto, op. 36 en sol mayor, compuesto pocos años después, Brahms permite que la emoción se muestre con mayor claridad. Aquí hay más riesgo, más tensión y también más audacia rítmica y armónica. La música ya no mira solo al pasado: busca un futuro propio.

Esa tensión entre herencia e innovación es, curiosamente, la misma que se percibe al pasear por las salas del Museo Etrusco de Villa Giulia. El edificio, una antigua villa renacentista, es en sí mismo una obra de arte. Pero lo que alberga en su interior resulta aún más fascinante: urnas funerarias, joyas, estatuas y objetos rituales que hablan de una cultura refinada, culta y, sobre todo, profundamente humana.

Los etruscos, a pesar de ser menos conocidos que griegos o romanos, dejaron un legado plástico que impresiona por su elegancia y modernidad. El famoso Sarcófago de los esposos, por ejemplo, es una escultura que representa a una pareja recostada, sonriente, en una escena de reposo eterno. En él hay una serenidad que dialoga a la perfección con la música de cámara de Brahms: esa sensación de que la belleza, cuando es auténtica, no necesita alzar la voz.

Tanto en los sextetos como en las piezas etruscas hay un cuidado extremo por el detalle, un gusto por la simetría sin rigidez, por la emoción sin exceso. Son obras que no se imponen, sino que invitan. No buscan sorprender, sino permanecer con nosotros, habitar nuestro tiempo sin estridencias. Y, sobre todo, tanto Brahms como los artistas etruscos comparten una misma idea de patrimonio: no como algo muerto o fosilizado, sino como una conversación en curso. Escuchar un sexteto de Brahms en un museo silencioso o contemplar una fíbula etrusca mientras suena música de cámara en una lista de reproducción puede parecer un juego de contrastes, pero es más bien un reencuentro.

Al final, tanto la música como el arte son formas de memoria. No son cosas que se guardan en un cajón, sino que se reactivan cada vez que alguien las escucha o las contempla. Y en ese instante, sin necesidad de palabras, Brahms y los etruscos se entienden perfectamente.

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